1. El mundo como representación: una introducción a la intersubjetividad
En el Occidente capitalista –y en toda su área de influencia– el periodismo, entendido como disciplina de construcción simbólica de las sociedades, se encuentra amenazado, apenas visible en el bosque de la comunicación digital. En la era del capitalismo de la vigilancia (Zuboff, 2020), el tiempo lineal de la tradición occidental –Heidegger (1986 [1927]) lo llamará tiempo vulgar– que nos ha posibilitado narrar el mundo1 se ha acelerado de tal modo que podemos afirmar que vivimos en un presente continuo (Jameson, 1991) que ha cancelado la temporalidad y que, por lo tanto, no nos permite ni el cambio ni la transformación –ni nada que sea constante– y ni siquiera correlacionarnos.
Además, en este tiempo sin proceso, el capitalismo ha impuesto durante al menos tres décadas una simulación global de apariencia hiperreralista (Baudrillard, 1978), es decir, que nos ha obligado a representarnos el mundo como una suplantación del real por los signos de lo real, lo que Baudrillard define como una “operación de disuasión de todo proceso real por su doble operativo” (1978: 7). En esta simulación global, los mass-media del periodismo industrial, que han adoptado en sus praxis una perspectiva realista ingenua (Bunge, 1985), han sido los grandes aparatos de difusión de esta trampa de dimensiones globales, motivo por el cual han perdido, poco a poco, su credibilidad. Vidal Castell (2020) expone que no es raro que este periodismo se fundamente en este engaño de estética hiperrealista, porque responde a los intereses de una industria que usa la noción de verdad para reconocerse como altavoz del discurso hegemónico.
El periodismo que bebe de esta simulación global de apariencia realista, como bien ha explicado Vidal Castell (2002), cree que sus narraciones son verdades que reflejan una realidad empírica, y que la periodista es –o aspira a ser– objetiva y puede captar los hechos empíricos tal y como son en la realidad y que a la realidad no le hace falta ninguna otra explicación que no sean los hechos demostrables. Este periodismo renuncia, por lo tanto, a considerar el lenguaje como un aparato intelectual humano que crea mundo en tanto que lo dota de sentido y, por contra, lo considera una mera herramienta automatizada que, si hiciera falta, podría ejecutar un robot, un comunicador no intencional (Martínez Albertos, 1983) que se limita a recoger el hecho y a trasladarlo al lector sin intervenir cognitivamente en el proceso2.
Debido a todo ello, y al hecho de que la simulación global que anticipó Baudrillard (1978) ha mutado la última década hacia lo que llamamos hipersimulación (Garde, 2021) –en la que el capitalismo de la vigilancia ha creado, mediante el lenguaje algorítmico, un metarrelato de coherencia planetaria que se encarna en las llamadas plataformas–, el periodismo como disciplina ha sufrido un debilitamiento que ha puesto en duda su tarea empalabradora (Duch, 2009). En definitiva, si en la simulación global, los mass-media servían en bandeja esta narración de la realidad empírica para que el capitalismo la cuantificara, ahora que ya lo está, el metarrelato solo sirve a un interés económico y, por lo tanto, la duplicación fidedigna del real empírico que tan bien ejecutan estos mass-media deja de tener sentido. Así mismo, este negocio capitalista de la verdad (Vidal Castell, 2020) supedita cada vez más el conocimiento de la lengua y habla propias al dominio de un neolenguaje computacional. En las profesiones que viven del empalabramiento del mundo, este neolenguaje computacional llega a tener el poder de una magia, de un conjuro, tal y como recuerda Ed Finn (2018). Así, al final, el periodismo se representa en las redes sociales y en las plataformas como un mero motivo recurrente que ya no interpela.
En este contexto de auge del capitalismo hipersimulado, nos parece pertinente preguntarnos cómo puede el periodismo repensar su rol3 en las comunidades y en la construcción de comunidades posibles. Entendemos que cuando las periodistas ejercen su profesión, no pueden captar la realidad tal y como es, sino que captan, como mucho, los fenómenos kantianos, y como poco, el actuar de la materia en un tiempo y un espacio abstractos construidos por convención (Schopenhauer, 2016 [1819]), una hechura (Chillón, 2014) que solo podemos percibir en tanto que intuiciones guiadas por nuestra sensibilidad y nuestro entendimiento. Desde esta perspectiva de raíz subjetivista, la representación –una mera apariencia, una metáfora (Nietszche, 2010 [1896])– no será más que una interpretación, una visión del mundo propio, nunca una copia fiel de la realidad. La representación, por ello, tendrá un carácter mimético (Ricoeur, 1996 [1985]), de semejanza, y necesitará de la intersubjetividad para ser. Dicha visión es necesaria como creadora de sentido en una comunidad.
Entendemos que hasta ahora, en nuestra tradición académica, la reflexión en torno al periodismo literario se ha centrado, sobre todo, en las conexiones con la literatura, específicamente en el uso de los recursos literarios tradicionalmente propios de la novela para construir narraciones facticias (Chillón, 2014). A este debate, queremos sumar un aporte epistemológico desde la etnografía, ya que consideramos que ésta–como metodología y como método4– fortalece las aportaciones del periodismo literario como retrato de nuestro tiempo y espacio, en lo que se refiere a la deconstrucción y construcción crítica de la mirada, gracias al principio de reflexividad.
El llamado periodismo literario –cuyas características son, entre otras, “immersion reporting, accuracy, careful structuring, and a lot of labor, no matter what medium is used” (Sims, 2009: 13)– es el que mejor se acerca a esta perspectiva, como argumentaremos a continuación, y apuntamos que las contribuciones desde la etnografía en torno al concepto de reflexividad aportan al debate claves metodológicas para entender el alcance del periodismo literario.
No podemos considerar el periodismo literario como una escuela de periodismo propiamente dicha o ni siquiera un movimiento. Tampoco podemos encorsetarlo en una sola disciplina. Proponemos entenderlo como una tendencia integrada por un conjunto heterogéneo de obras y autoras que tienen en común cuatro características que consideramos esenciales en nuestra propuesta: a) son miradas a la diversidad social y cultural (Pujadas, et. al, 2010); b) incorporan a sus relatos recursos propios de la literatura; c) las propuestas emergen desde un rechazo abierto a aquello que Albert Chillón describe como “técnicas, rutinas y formas dominantes de los medios convencionales” (2014: 297) y, d) sitúa el trabajo de campo5 como pilar fundamental de una propuesta intersubjetiva, que solo es posible desde un sujeto (autora) y en interacción con otros sujetos y para otros sujetos, para construir un mundo común.
Nuestro objetivo no es asimilar etnografía a periodismo literario: son formas de conocimiento diferentes que responden a objetivos distintos. La finalidad de este artículo es enriquecer la reflexión sobre el periodismo literario visibilizando los vínculos con la etnografía y aflorando las aportaciones que la etnografía puede hacer al periodismo literario.
En la era del capitalismo de plataformas (Srnicek, 2018) y de la vigilancia, que debilita el ejercicio del periodismo, consideramos que el debate epistemológico etnográfico en torno a la reflexividad aporta ideas interesantes y nos da pautas para entender cómo se posicionan –o deberían posicionarse– las periodistas en relación a lo que escriben y sobre las personas de las que escriben y cómo empalabran, es decir, cómo convierten su interpretación en discursos públicos a través de narraciones que vehiculan relatos culturales.
La etnografía como metodología de investigación cualitativa se desarrolla a partir de la antropología social británica, la antropología cultural americana y la escuela de sociología de Chicago. Utilizaremos el término etnografía6 para referirnos a la metodología cualitativa que desarrolla teorías a través de un trabajo de campo exhaustivo que supone el despliegue de técnicas inmersivas para la descripción de los grupos humanos en su vida cotidiana, es decir, a través de la experiencia directa. La etnografía posibilita participar “en la vida cotidiana de una cultura (cercana o lejana), observar, registrar, mirar de acceder al punto de vista del otro y después escribir aquello que se ha captado” (Augé, 2005: 87). Es decir, permite participar de la vida de las personas, observar qué sucede, escuchar qué se dice y hacer preguntas para recoger vivencias que contribuyan a aportar conocimiento sobre un tema particular (Atkinson y Hammersley, 1994: 15).
En definitiva, en este artículo tratamos de teorizar acerca de lo que aquí acuñamos como mirada reflexiva, a través de la fértil relación entre periodismo literario y etnografía. Dicha noción nos ayuda a replantear no solo la intención, la actitud y la emoción con la que las periodistas se apropian de su oficio, sino que nos permite repensar el periodismo y, por ende, la autoría; e impugnar algunas verdades establecidas por la academia desde postulados positivistas acerca de cómo abordar la tarea de narrar –o representar– el mundo.
2. Vínculos entre etnografía y periodismo literario: una aproximación comparativa
Para abordar nuestra propuesta –un ensayo académico teórico sobre las aportaciones de la etnografía al periodismo literario–, se ha llevado a cabo, a través de un ejercicio de prospección bibliográfica, una lectura crítica de conceptos relacionados con el periodismo como representación, mirada, empalabramiento. La propuesta nace de un ejercicio de comparatismo entre aquellas autoras que han vinculado periodismo literario y etnografía.
Para entender los sólidos fundamentos que sustentan los vínculos metodológicos, recuperamos la aportación de Chillón (2014), que bebe tanto del relativismo lingüístico como del realismo fenomenológico. El autor de la Escuela de Bellaterra acuña el concepto palabra facticia para explicar cómo la periodista, cuando ejerce su profesión, no narra hechos empíricos objetivos, tal y como ha defendido –y defiende– una cierta academia periodística de raíz positivista, sino “hechos que son interpretaciones, de cabo a rabo: tramas de sentido que se alimentan de lo evidente, lo comprobable, lo probable y lo plausible [...] entreverados de ficción” (Chillón, 2014: 125).
Según Chillón, no debe entenderse la palabra ficción como un engaño involuntario o deliberada mentira, sino como el “proceder imaginativo sin el que no es posible establecer el sentido de lo que sucede, más allá de sus efectos obvios” (Chillón, 2014: 125). Por ello, entre otros motivos, el autor propone la noción palabra facticia como alternativa a la locución no-ficción, que considera tosca. “Sean científicas o periodísticas, jurídicas o historiográficas, testimoniales o documentales, las mejores expresiones de la facción carecen, en rigor, de esta capacidad de reproducir con objetividad lo sucedido que se les atribuye –con frívola o ingenua inconsciencia, la mayoría de veces–, dado que no pueden ser otra cosa que representaciones, ni más ni menos: mimesis que vuelven a hacer virtualmente presente lo ya ocurrido en el pasado, mediante aquella mediación –lingüística, retórica y narrativa– inherente a cualquiera de los discursos de intención verídica” (Chillón, 2014: 70).
De esta manera, en este artículo entendemos que cuando analizamos un discurso facticio será un discurso verosímil que se habrá escrito con intención verídica, y que será verificable en tanto que es compartido por una comunidad como “hecho institucional” (Chillón, 2014: 123), un entramado de sentido sobre una urdimbre cultural y lingüística que constituye ese mundo común al que se refiere Garcés (2013).
Los vínculos entre el periodismo literario y la etnografía no han pasado desapercibidos ni para la antropología ni para el periodismo. Son muchas las académicas que, desde la teoría tanto antropológica como periodística, han evidenciado los puentes existentes entre ambos (Cramer y McDevitt, 2004; Bird, 2005; Gillespie, 2012; Grindal y Rhodes, 1987; Hermann, 2017; Angulo, 2014; Chillón, 2014). Algunas autoras apuntan a un significativo desdibujamiento entre la etnografía y el periodismo. Elizabeth Bird, por ejemplo, expone que sus objetivos son lo suficientemente parecidos para que una formación en métodos etnográficos pueda ser “a loyal way to broaden the horizons and the richness of journalistic practice ” (2005: 307).
Gillespie (2012) expone cuatro aspectos vinculantes entre etnografía y periodismo literario: a) ambos suponen un trabajo inmersivo a largo plazo que debe partir de tener el permiso de los sujetos para observar su vida cotidiana e interaccionar con ellos; b) los textos deben ser veraces y creíbles; c) el foco suele estar en la gente corriente, y d) ambos utilizan recursos literarios para generar historias coherentes para un público. En este último punto, apuntamos que existe una diferencia: el periodismo literario aspira a ser popular, mientras que el de la etnografía tiende a ser académico.
Wolcott (1999) sostiene que, aunque la etnografía no es en sí misma un método claramente definido, un principio central y unificador de todo el trabajo etnográfico es un compromiso con la interpretación cultural. La etnografía supone hacer una inmersión a largo plazo en la vida cotidiana de unas personas con la intención de “describir y comprender la vida social desde la perspectiva de las personas que participan en ella” Wolcott (1999). Periodismo literario y etnografía comparten así el interés por la alteridad, entendiendo ésta como lo hace Krotz (1994), como aquello que nace del contacto cultural y permanente y que pretende captar el fenómeno de lo humano para comprenderlo y convertirlo en palabra.
Si partimos del hecho que ambos tienen su origen en la escritura de viajes7, entenderemos también porque etnografía y periodismo literario comparten técnicas de investigación inmersivas de trabajo de campo. Es decir, técnicas como la observación o la entrevista, que permiten reconstruir el significado que el mundo social tiene para las personas y observar, de primera mano, cómo ese significado es aprehendido como movilizador que lleva a cabo las acciones.
De hecho, al visibilizar los puentes, es de justicia recordar que la etnografía juega un papel fundamental en el periodismo de finales de siglo XIX en Estados Unidos8 y que, a su vez, no podemos entender el auge de la etnografía en la academia si no traemos a colación que muchos académicos fueron antes periodistas de calle. Robert E. Park, uno de los fundadores de la Escuela de Chicago e impulsor de la sociología urbana, fue periodista9 entre 1887 y 1898 antes de dedicarse a la academia. Park comenzó su carrera como reportero de periódicos en Minneapolis, Detroit, Denver, Nueva York y Chicago. Dicha vinculación con el periodismo, que influyó en su trabajo posterior en sociología, se evidencia cuando Park afirma que un sociólogo debe ser “a kind of superreporter, like the men who write for Fortune ...reporting on the long-term trends which record what is actually going on rather than what, on the surface, merely seems to be going on”. Así, los sociólogos de Chicago, que registrarían etnográficamente las transformaciones que estaban ocurriendo en las grandes ciudades estadounidenses, o bien practicaron el periodismo o bien tuvieron una estrecha relación con los periodistas de calle (Lindner, 1997).
Así es como, en definitiva, la etnografía recoge, a nuestro juicio, los tres verbos –Ve, vívelo y cuéntalo– con los que Gabriel García Márquez definía el periodismo (Gayà Morlà, 2015). El ve implica ir a buscar los hechos institucionales en la comunidad; el vívelo, desplegar un método inmersivo que, a través de la presencia, y la toma de conciencia de esta presencia, permite pasar de la vivencia a la experiencia para la compresión; y el cuéntalo supone hacer una interpretación cultural –una representación– de lo vivido en aras de crear narraciones comunes que vehiculan relatos compartidos, precisamente para visibilizar aquello que no se ve porque que está oculto o porque es tan común que ha dejado de ser visto.
Unas narraciones que se estructuran en torno a un punto de vista subjetivo, aquello que Geertz resumía con la expresión decir algo de alguna cosa (1973) y que, de nuevo, entendemos como un vínculo entre etnografía y periodismo. Es la presencia en las comunidades y la interacción con los sujetos lo que brinda la posibilidad de pasar de la anécdota a la categoría.
Otro vínculo importante entre uno y otro es aquello que se refiere a lo que en antropología se conoce como descripción densa (Geertz, 1973), es decir, aquella que reconoce las marcas de distinción con las que los sujetos de estudio clasifican su entorno, comprenden y atribuyen sentido del mundo para interpretar estas marcas, al mismo tiempo que genera un discurso sobre aquello que está pasando, sobre la acción humana. En periodismo, Fleta Monzón (2015) recoge el concepto mirada densa, propuesto por Vidal Castell (2008)10, “como antídoto a la superficialidad interpretativa, que busca más allá de la apariencia, del estereotipo, del mero dato, para tratar de encontrar elementos profundos del entendimiento humano que permitan un conocimiento más intenso, mejor” (2015: 55).
Un ejemplo reciente de las fronteras borrosas entre ambas disciplinas, que construyen narraciones facticias, es el de la primera mujer periodista en conseguir un premio Nobel de Literatura. En 2016, Svetlana Alexiévich fue premiada, según el propio comunicado de la academia sueca, “por sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y la valentía en nuestro tiempo”. En el 2016, en plena reflexión sobre la necesidad de hacer un periodismo de calidad en la era digital, David Vidal Castell y Laia Seró Moreno le preguntaban por su método de trabajo. Sin nombrar el enfoque etnográfico, aunque dejándolo traslucir, ella respondía:
Tardo entre siete y diez años a escribir un libro, y converso con 500 o 700 personas. Cuando me encuentro con personas con relatos muy interesantes, entonces las visito cinco o siete veces más. Puede imaginar la cantidad de páginas que tengo [...]. No hago exactamente una entrevista cuando estoy hablando con una persona. Se trata más bien de una charla: empezamos a hablar de la vida, como dos personas que, por casualidad, nos hemos encontrado en la Tierra. Cada uno de nosotros forma parte de una época, de unos acontecimientos, somos testigos de nuestro tiempo, de nuestras esperanzas y utopías. Conversamos sobre todo: sobre cosas serias, pero también sobre la blusa que una lleva o sobre si se ha quemado haciendo un pastel. Es en este momento cuando aparece la esencia del ser humano. Hay que ser una persona muy sencilla y no hay que tener miedo de preguntar cuando no entiendes algo o la desconoces. Tampoco se ha de juzgar, porque todos tenemos cosas que no nos han salido bien a la vida (Vidal Castell y Seró Moreno, 2016).
La periodista, como hicieran los llamados nuevos periodistas11 en la década de los sesenta y ya habían hecho los muckrakers a caballo del siglo XIX y XX, crea circunstancias (va, escucha, pregunta, experiencia, es decir, las vive) y recurre a los recursos de la literatura para narrar aquello que ha aprehendido: así, la palabra facticia se convierte en la herramienta fundamental para una narración que interpreta el mundo subjetivo de las personas con las que se ha dialogado y empatizado, y de las que se han acumulado muchas vivencias en común, pero es también garantía de haber estado allí, como fuente de verosimilitud y credibilidad para las lectoras. En definitiva, la palabra facticia como un modo de generar conocimiento que visibiliza lo que no es visible, como apuntábamos unas líneas más arriba.
Por todo ello, asumimos que la palabra facticia –para ser verosímil, en definitiva, creíble, es decir, compartida por una comunidad– necesita de un proceso de reflexión de segundo orden –donde la periodista se cuestiona su manera de mirar, su práctica y hasta lo que halla, y hace transparentes sus dudas– sobre lo que implican, para el periodismo, las tres acciones expuestas –ir, vivir y contar–. Es en este punto en el que creemos que debemos reflexionar acerca del principio de reflexividad que proviene de la etnografía, y que trataremos de teorizar en el siguiente apartado.
2.1. Aportaciones al periodismo literario: la mirada reflexiva, a partir del principio de reflexividad etnográfica
Antes de profundizar en la noción de reflexividad y en cómo puede ayudar a las periodistas a situar su praxis, nos parece pertinente recoger 13 puntos a los que alude la periodista Leila Guerriero (2010) para describir los pilares sobre los que se fundamenta el periodismo narrativo que, en este texto, consideramos sinónimo del periodismo literario:
- Toma recursos de la ficción para contar una historia real y monta una arquitectura tan atractiva como la de una buena novela.
- Se construye sobre el arte de mirar.
- Es lo opuesto a la objetividad. Es una mirada, una visión del mundo, una subjetividad honesta. Toda pieza de periodismo es una edición de la realidad.
- Para ver no solo hay que estar: para ver, hay que volverse invisible.
- Solo permaneciendo se conoce, y solo conociendo se comprende, y solo comprendiendo se empieza a ver. Y solo cuando se empieza a ver, se puede contar.
- En esta nueva forma de periodismo la unidad de trabajo no es ya el dato, sino la escena.
- Hay que tener algo para decir.
- Hay que conocer la realidad que se va a narrar. Saber de qué se habla.
- Hay que descubrir cuál es la mejor forma de contar la historia.
- Es instrumento para pensar, crear, ayudar. El periodista escribe para producir un efecto.
- Escribir sobre gente común, en circunstancias absolutamente extraordinarias y gente extraordinaria en circunstancias comunes.
- La clave del periodismo narrativo reside en que, hablándonos de otros, nos habla de nosotros mismos.
- De todos los recursos de la ficción que el periodismo puede usar, hay uno que le está vedado: el recurso de inventar.
Los puntos 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 10 y 12 nos conducen a las siguientes preguntas: ¿Qué significa el arte de mirar? ¿Cómo se acerca el periodismo literario al mundo subjetivo de las personas y las comunidades a las que se acerca? ¿Qué implica este acercamiento? ¿Cómo los mundos subjetivos de estas personas pueden contribuir, mediante las narraciones periodísticas, a construir un mundo común? ¿Qué rol se arroga la periodista y cómo lo ejerce? Son todas ellas preguntas que las periodistas literarias han respondido, a veces desde la intuición, a veces desde la práctica del oficio (Kapuscinsky, 2003; Terzani 2006; Guerriero, 2010; Salcedo Ramos, 2011). Por ello, creemos, puede resultar necesario recuperar la tradición académica en torno a la reflexividad etnográfica que, consideramos, es una base fundamental para el periodismo literario, que hace del trabajo de campo –la experiencia de la presencia– su principal motor de acción reflexiva.
Hasta tal punto la reflexividad etnográfica es útil al periodismo literario que Cramer y McDevitt (2004) proponen poner en práctica un “periodismo etnográfico”. Pese a que no nos parece necesario asumir la nomenclatura de estos autores, ya que entendemos que todo periodismo literario parte de una sensibilidad etnográfica, sí recogemos lo que entienden por reflexividad aplicada al periodismo literario: “This reflexivity requires that reporters become self-conscious about their social locations in relation to the individuals and groups they write about. Autonomous reporters would realize that to pursue ethnographic journalism, they must in some ways transcend not only professional conventions and reporting habits also their own demographic profiles” (2004: 131).
En este sentido, el principio de reflexividad aporta una consciencia cada vez más clara del riesgo que supone objetivizar a las personas y las culturas, además de imponer el mundo subjetivo de la autora en las experiencias de las otras. Debemos remarcar, pues, que el principio de reflexividad supone replantearse la forma y el modo de producir conocimiento, tomando distancia de posiciones positivistas. De este modo, el punto de partida de la reflexividad implica considerar la existencia de un mundo común narrado por hechos institucionales; implica interaccionar, observar y participar intersubjetivamente con una comunidad en determinadas circunstancias espacio-temporales y, desde allí, considerar a la periodista como parte de ese mismo mundo que se estudia (Amegeiras, 2006: 115) mientras se está presente y entender que ésta empalabra desde donde se sitúa para visibilizar la humanidad que compartimos. Lo expresaba de esta manera Restrepo (2012): “Hay un elemento en común [entre la periodista y las personas para las que escribe]: la humanidad. Si pierdes la humanidad de ese público, estás dando golpes en el vacío. Tienes que hablarle a un público que está reunido por su condición humana, por tanto, tienes que humanizar tu contenido”.
Entendemos que, para avanzar en la reflexión, antes debemos acercarnos a la noción de mirada –uno de los sustratos que nutren el periodismo literario (Angulo, 2014; Chillón, 2014; Vidal Castell, 2020)– para vincularla al concepto de reflexividad y desarrollar lo que aquí acuñamos como mirada reflexiva. Desde la práctica periodística la mirada se ha definido más como la intención de la autora que como una metodología. Sin embargo, la mayoría de autores del llamado periodismo literario sí desarrollan una aproximación más compleja desde diferentes ángulos. Angulo, por ejemplo, aborda la cuestión del mirar y de la mirada de las cronistas –y que en este artículo consideraremos periodistas literarias– más allá de la simple intención y escribe:
Los cronistas utilizan la mirada con más intensidad que la pluma o las teclas del ordenador. Saber qué mirar. Saber cómo mirar. Pero decir “mirar” no es decir mucho, porque “mirar” no es ver, es pensar. Es centrar, focalizar, encuadrar. Mirar también es escuchar, que no oír. Poner una voz en off para hacer oír la de los verdaderos protagonistas. Mirar es atender a los lados sin perder de vista el frente. Prever el futuro y echar un vistazo atrás de vez en cuando. Mirar es documentarse y reportar, adentrándose en las vidas ajenas a través de zoom in y realizar panorámicas desde la distancia mediante zoom out. [...] Mirar no es despreciar los tiempos: pasado, presente y futuro. Mirar es traducir. Es percibir los espacios, atender al ángulo muerto, al fuera de campo, a lo liminal, a la fisura. Mirar es contar con estas variables espacio-temporales, cuando parece que la ceguera cotidiana se ha generalizado por saturación informativa (Angulo, 2013: 7).
Así, debemos precisar que la mirada es inherente a la construcción del mundo narrado y se construye “a partir de métodos de observación, descripción y análisis; utiliza instrumentos técnicos y conceptuales que configuran y reconfiguran una forma de ver el mundo. La imagen es el producto de una mirada sobre el mundo. La investigación etnográfica se sirve generalmente de la palabra para representar la realidad social y la experiencia del etnógrafo” (Ardèvol, 1994:8). En el mismo sentido, Rosana Guber (2005) se refiere al proceso etnográfico como ese “abrir la mirada, es decir, la sensibilidad perceptiva, la capacidad de sorpresa y de perplejidad ‘y también’ abrir los sentidos, relativizando certezas y dando entrada a nuevas definiciones y perspectivas”. Así, expone:
El trabajo de campo implica un pasaje de la reflexividad general, válida para todos los individuos en tanto seres sociales, hacia la reflexividad de aquellos que toman parte en la situación de trabajo desde su rol de investigador. Pero este pasaje no es meramente secuencial, es decir que el investigador no dispone y conoce primero su propia reflexividad y después accede a la de los informantes. Su propia reflexividad, al contrastarse con la de los sujetos que estudia, se resignifica y encuentra un nuevo lugar. A los efectos del grado de conocimiento, es muy probable que el investigador sepa más de su reflexividad después de haberla contrastado con la de sus informantes que antes del trabajo de campo (Guber, 2005: 50).
En definitiva, ser consciente de que la mirada es un filtro que permea tanto la concepción de una obra periodística como la interpretación que se hace de la experiencia permite constatar que la periodista literaria entiende que el lugar desde el que mira para empalabrar es moldeado por un proceso histórico-cultural (Haraway, 1998 y Harstock, 1983)12 que la sitúa. La reflexividad nos ayuda también ser conscientes de los privilegios y de los diferentes sistemas de dominación de los que participa quien empalabra.
Por ello, debemos comprender la reflexividad como un proceso de reflexión de segundo orden (Ibáñez, 1994) que se produce “cuando un sistema observador toma distancia para observarse a sí mismo y, en un distinto nivel de observación observa los procesos y relaciones del sistema” (Aguado, 2003: 279). Como ya hemos apuntado, dicho proceso, por un lado, implica repensar los imaginarios sociales, los privilegios y los ejes de opresión desde los que construye su mirada. Por el otro, ser consciente del propio conocimiento situado permite desarrollar una mirada más allá de la experiencialidad e incorporar la interseccionalidad (Davis, 2008) necesaria para empalabrar sin ideas preconcebidas, prejuicios o estereotipos.
La observación dialéctica de la alteridad hecha desde una mirada reflexiva también supone reconocer la noción de comunidad. Aquello que Malinowski definía como comprender las cosas desde el punto de vista del nativo y que Geertz puntualiza como: desde el punto de vista del nativo de una cultura sin convertirse en nativo (Geertz, 1995). En este sentido, desde nuestro punto de vista, la mirada reflexiva supone un ejercicio participativo en el que los sujetos, mediante un ejercicio de intersubjetividad13, intentan interpretar, narrar y crear un mundo común. El ejercicio es dialógico y es fruto de una escucha activa y de la asunción de que la periodista no es ni pasiva ni externa a aquello que vive y narra.
En esta propuesta, el principio de reflexividad emerge como un punto de partida y, a la vez, como una actitud que debemos tener para enfrentarnos a la tarea de interpretar, y que nos permite, luego, empalabrar. Así, la mirada como proceso reflexivo podemos teorizarla en tres etapas: tiene que ver con un proceso de toma de conciencia de la periodista que se acerca al campo y se relaciona con las personas que habitan un espacio en un tiempo determinado, así como al método que escoge para observar y participar del campo y también de la inventio. Detengámonos en este último punto: la mirada reflexiva es, pues, determinante en el planteamiento o la inventio y, por tanto, en la confección previa a la escritura. La autora debe ser consciente constantemente que esta mirada representa un filtro que determinará la interpretación y la comprensión que haga de los hechos desde el minuto cero. Es decir, en la lectura que haga de las narraciones que ha recogido, en la selección de los elementos que considere más oportunos visibilizar e, incluso, en la elección de los procedimientos de investigación.
A través de una mirada reflexiva, la práctica experiencial que supone el trabajo de campo se convierte en una descripción densa (Geertz, 1973): la mirada reflexiva permite reconocer las marcas de distinción con las que las personas que pertenecen a una comunidad –a un espacio en un tiempo determinado– clasifican su entorno, comprenden y atribuyen sentido del mundo para interpretar estas marcas, al mismo tiempo que genera un discurso sobre aquello que está pasando, sobre la acción humana, y ellas mismas. En otras palabras: la mirada reflexiva, a través de una descripción densa, otorga la capacidad de comprender cómo han aprehendido la doxa14 los sujetos para, precisamente, a través de la narración periodística, generar dudas, sospechas, puntos de fuga en torno a ésta. Y dicha narración, más que reproducir un relato cultural hegemónico, se convierte en sí mismo en una narración cultural que contrarresta la doxa de dicho relato hegemónico.
La propuesta en torno a la mirada reflexiva revela la urgencia de que la autora se asuma como una intelectual empalabradora. De esta manera, Casamajó entiende a la autora de periodismo literario como un “ventrílocuo” que puede impostar varias voces a la vez: “La de l’autor empíric –l’individu que escriu–, que és una instància real però lingüísticament virtual; la de l’autor implícit –versió de l’autor empíric inferida pel lector a partir del relat–, que és una instància virtual efectivament i lingüísticament; i la del narrador –la veu que condueix el relat–, que és una instància fictícia però lingüísticament real” (2002: 143).
Entender este ejercicio de ventriloquía supone reconocerse como sujeto intelectual, cuya subjetividad “ya no debe esconderse”. “Debe aflorar como parte de la metodología y buscar las fronteras de la praxis periodística en la ética profesional” (Gayà Morlà, 2015: 154). Dicha ética periodística nos permite entender, por tanto, el periodismo como “a link to human flourishing, commitment to the common good, reporting as the defining activity of journalism, a desire to make a difference, and a way to make a living” (Borden, 2007: 49-50).
3. A modo de conclusión: retos y debates
Un periodismo basado en una mirada reflexiva es capaz de argumentar una metodología y un método, y construye, por ello, una alternativa al metarrelato del capitalismo acelerado de la era digital. Lo expuesto nos regresa a una temporalidad que podemos habitar de manera coherentemente humana, es decir, entendiendo que el contexto y la interacción intersubjetiva son los trazos de coherencia de una comunidad. Entendemos que la propuesta presentada cambia radicalmente las lógicas de la hipersimulación: permite a la comunidad apropiarse del aquí y ahora y abandonar el presente continuo que no nos interpela y, además, otorga credibilidad al periodismo. Es función del periodismo literario poner en evidencia el espejismo que construye el capitalismo en las plataformas. La mirada reflexiva nos da el marco epistemológico para hacerlo.
Aun así, entendemos que algunos aportes en torno a la mirada reflexiva expuestos anteriormente son una afrenta a la definición canónica positivista del periodismo y también pueden suponer dilemas éticos para las periodistas literarias que asuman la mirada reflexiva como principio de acción e interpretación, más allá de un subjetivismo ontológico.
Asumir que el periodismo es una actividad simbólica que vehicula relatos a través de interpretaciones supone poner en duda convenciones e ideales sobre los que se ha fundamentado la teoría periodística: nos referimos a la verdad demostrable como justificación de la práctica y del discurso, la supuesta objetividad o la neutralidad de las periodistas y la búsqueda de hechos reales en un presente continuo, que resulta ser una ficción. Asumir la mirada reflexiva es, sin duda, alejarse del fetichismo del presente y deconstruir prácticas derivadas como son la inmediatez (Deuze, 2005), la rapidez, la urgencia, la búsqueda de los hechos empíricos.
La propuesta supone entender que: a) la periodista es una intelectual que hace una tarea interpretativa; b) el periodismo se ocupa de poner en común y de dotar de sentido un mundo compartido y regresa en presencia a lo social; y c) se recupera la dimensión creativa y cultural del relato como una interpretación subjetiva y posible.
La tarea periodística es un proceso en el que se pone de manifiesto que la mirada de la autora es reflexiva y que ésta se construye a partir de un proceso de reflexión de segundo orden y en relación con los informantes, que ahora son personas con las que se relaciona de manera intersubjetiva. Un tema que no es baladí, sobre todo si tenemos en cuenta el arraigo positivista que destilan las aulas de periodismo. Nuestra propuesta pone de relieve que el periodismo es una disciplina creativa de interpretación y configuración de sentido.
Así pues, uno de los retos es redefinir el rol de las periodistas en lo que se refiere a la distancia entre éstas y las personas sobre las que se escribe, así como aquello que entendemos por autoría. Proponemos que la autora no solo lo sea por el discurso que propone, sino por asumir la responsabilidad como periodista en la tarea de dotar de sentido y de construir un mundo común. Queda aún por reflexionar y discutir aquello que en arte se denomina autoría colectiva y de qué manera pueden participar las personas sobre las que se escribe en el discurso final.
En el trabajo de campo, y en el ejercicio de empalabramiento, la fuente deja de ser fuente para convertirse, como ya se ha apuntado, en persona, y ésta se muestra y habla desde su intersubjetividad individual y grupal. La periodista, en cambio, deja de justificar su trabajo como el de una observadora externa para asumir que su actividad es subjetiva y que su presencia (e interacción con la comunidad) afecta a las personas de las que pretende escribir. De ellas, ya no se extrae información, sino que se busca –en actitud de aprendizaje– qué sentido dan a su mundo (Cramer y McDevitt, 2004) para, a través de un discurso que nace para ser público, abordar la diversidad de sentidos y significaciones posibles, más allá del metarrelato que difunde el discurso hegemónico en una comunidad.
La separación entre periodista y fuentes deviene una impostura, un artificio sin sentido. La mirada reflexiva implica una relación cercana, incluso empática, con las personas sobre las que se construirá un discurso público. Dicha reflexión, de nuevo, es un reto, ya que esta forma de relación entre periodista y personas entra en contradicción con uno de los principios del periodismo: aquel que sitúa la responsabilidad de las periodistas con las lectoras y con el interés público, más que con los sujetos sobre los que se escribe. A la periodista no le queda otro remedio que ser honesta con las comunidades a las que se acerca, siendo la honestidad un tema capital en los estudios de periodismo, porque sin una actitud honesta se genera una situación de traición (Malcolm, 2012) con aquellas personas con las que ha interaccionado.
La propuesta también expande aquello que se configura como interés periodístico: el trabajo de campo convierte lo cotidiano en narración, más allá del conflicto. Entendemos que más que crear un acontecimiento basado en el conflicto, la mirada reflexiva permite a la periodista identificar estructuras de significación y explicar y poner en duda la cultura, y los mecanismos de poder que la configuran, así como proponer posibles formas de emancipación.
El trabajo de campo en el periodismo literario requiere también de una presencia más prolongada. Recordemos el punto de 5 de Leila Guerriero: “Solo permaneciendo se conoce, y solo conociendo se comprende, y solo comprendiendo se empieza a ver. Y solo cuando se empieza a ver, se puede contar”.
El discurso periodístico, así, no se configura sobre la base de una narración dramática y espectacular de unos hechos empíricos estructurados con una doble intención: entretener e informar. Emerge como una posibilidad de comprensión y es configurado por una suma de detalles (no de anécdotas) interpretados según el punto de vista construido por la autora.
Mirar presupone un modo de ver, tal y como diría John Berger (2013[1972]), que equivale al proceso complejo de abordar ya no la realidad, sino la interpretación que se ha hecho en y de un espacio y un tiempo que la periodista ha compartido con unas personas, y que convertirá en un discurso público. Es decir, un discurso que implica empalabrar lo aprendido en dicho espacio y tiempo con el objetivo de crear –como diría Gabriel García Márquez– “un retrato crítico de nuestro tiempo”, en aras de construir comunidad.
4. Agradecimientos
Artículo traducido al inglés por Richard Thompson.